Violet Jessop nació en Bahía Blanca y fue camarera en los trasatlánticos más grandes del siglo 20, entre ellos el Titanic. Tres veces salvó su vida y la apodaron «Miss Inhundible».
Violet Constance Jessop siempre le tuvo miedo al agua y, sin embargo, vivió casi toda su vida arriba de un barco recorriendo los océanos del mundo como camarera. Trabajó en embarcaciones gigantescas, impresionantes, tal es así que el mar decidió quedárselas para sí: aunque el trasatlántico Olympic sobrevivió a un naufragio, el Titanic y el Britannic pasaron a la historia por haber terminado sumergidos en las mayores profundidades de aquellas aguas saladas. Jessop, argentina de nacimiento, presenció cada una de esas catástrofes y aún así siempre salió a flote. No por nada se ganó el apodo de “Miss Inhundible”.
De padres irlandeses, nació en las cercanías de Bahía Blanca el 2 de octubre de 1887. Rodeada de la vastedad de las pampas disfrutaba de las mañanas de primavera, aunque a veces se sentía un poco sola, pese a tener ocho hermanos y unas cuantas ovejas para la cría. Por eso, cuando su padre consiguió trabajo en Buenos Aires, a Violet le entusiasmó el cambio. Al mudarse, quedó tan impactada con las casonas y la Avenida de Mayo que le otorgó en su memoria la categoría de “la ciudad de mis sueños”.
Pero su estadía no fue larga. Al poco tiempo la adolescente enfermó de tuberculosis y cada día que pasaba la infección se le asentaba un poco más en sus pulmones. El mínimo esfuerzo le provocaba un ataque de tos que le hacía escupir su propia sangre, por lo que optó comunicarse a través de block de notas para no forzar su garganta. Un día su papá, sentado en la camilla en donde Violet descansaba, le dio la peor noticia posible: los médicos del Hospital Británico le habían diagnosticado tres meses de vida.
Su padre le prometió que no se iban a rendir. El doctor les había dicho que podría recuperar un poco de su vitalidad en las montañas, por lo que le anunció que ya había arreglado para que toda la familia se trasladara a Mendoza. En la cordillera de los Andes respiraría tanto aire fresco que sus pulmones sanarían.
Casi como si fuese un milagro, los tres meses pasaron y Violet estaba más sana que nunca. Viviendo entre grandes picos nevados, tuvo la fuerza necesaria para ingresar como alumna en la Escuela Normal de Señoritas, institución que contaba con maestras estadounidenses traídas por Domingo Sarmiento.
Todo marcha relativamente bien, hasta que un día su padre falleció sin previo aviso. La muerte devastó a Violet: durante días se quedó sin voz, imposibilitada de expresar todo lo que sentía. Tampoco es que hubiera mucho que decir. Su madre, que había viajado hasta la Argentina siguiendo los pasos de su marido, decidió que era el momento de volver a su patria. Sin su compañero de vida, no había nada que la aferrara al suelo argento. Por lo menos en el viejo continente tendrían familiares y amigos.
“Con gran pesar, me despedí de mis amadas montañas, esos gloriosos Andes. Me estaba yendo a un nuevo país cuya gente, según los estándares argentinos, me parecía fría. A una nueva vida donde nada volvería a ser lo mismo y donde estaba segura de que a menudo necesitaría la presión tranquilizadora de su mano, ahora para siempre inmóvil”, escribió con melancolía en sus memorias.
El primer naufragio
Si hay algo que de seguro Violet heredó de su madre, fue la profesión. Su progenitora había sido camarera a bordo y Jessop, a sus 21 años, decidió que también se introduciría en ese mundo en altamar. No le fue fácil al principio: las compañías la rechazaban porque creían que su belleza sería un obstáculo para que realizara su trabajo.
Pero cuando los nuevos imponentes trasatlánticos comenzaron a navegar los mares ostentando su lujo, Jessop encontró un lugar a bordo. Su estética transmitía perfectamente el prestigio que significaba viajar en uno de esos barcos. Primero la contrataron en el Orinoco, de la Royal Mail Line, años más tarde formó parte de la inauguración del Majestic y después siguió su carrera en ascenso, navegando los océanos a través del Adriatic y el Oceanic.
Finalmente llegó a trabajar en el RMS Olympic, el primer trasatlántico de la clase Olympic, considerado uno de los barcos más grandes de principios del siglo pasado. Tenía una gran escalera, ascensores, un café Verandah decorado con palmeras, pileta, gimnasio y salas de entretenimiento. Pero tanta extravagancia, excentricidad y riqueza, de poco sirvió. El 20 de septiembre de 1911 colisionó contra un buque de guerra frente a las costas británicas.
El accidente perforó el casco del Olympic y también dañó una de sus hélices. Pero, más allá del susto, el trasatlántico logró llegar al puerto de Southampton con todos su pasajeros a salvo. Cuando Violet tocó tierra, suspiró aliviada. También lo hizo el capitán de la embarcación, Edward John Smith, quien apenas seis meses más tarde pasaría a la historia por ser el capitán del segundo trasatlántico de la clase Olympic: el Titanic.
El Titanic
El 10 de abril de 1912 a las 6:30 de la mañana, Violet se presentó en el puerto de Southampton con su nuevo uniforme. Jessop era una de las 23 mujeres de entre casi 700 miembros de la tripulación que habían sido admitidas para el viaje inaugural del RMS Titanic, con destino a la ciudad de Nueva York.
Su trabajo consistía en servir a la primera clase. La tenían de un lado para el otro, tal es así que solo cuando se detenía a descansar se daba cuenta del calvario que estaban sufriendo sus pobres pies. A Violet le sonaban los nombres de quienes atendía, eran reconocidos tanto en Europa como en América. “Especulamos si los dueños de esos apellidos coincidirían con nuestra concepción sobre ellos. Pero lo que más nos preocupaba era que lo pudieran ser sus idiosincrasias. El romance que uno no puede evitar tejer en torno a ciertas personalidades, debido principalmente a la prensa, a menudo se rompe con el contacto”, escribió Jessop en sus cuadernos.
La cuarta noche del viaje, la argentina se encontraba leyendo en su camarote. Ya era tarde, cerca de la medianoche. Estaba cansada y, tras cerrar su libro, se quedó absorta en sus pensamientos, tirada sobre su cama. De repente, un sonido desgarrador proveniente de las mismísimas entrañas del trasatlántico la despertó de sus cavilaciones. Luego, un silencio de ultratumba. El rumor de los motores lentamente se fue dejando de escuchar.
Poco a poco, el barco volvió a tener movimiento, pero esta vez por la marcha del personal que se disponía a realizar sus tareas. Stanley, el mayordomo del Titanic, tocó la puerta de la habitación de Violet y asomó su rostro, más pálido que de costumbre.
– “Llamo a toda nuestra gente, hermana” , le comentó él. A ella le gustaba que le dijera hermana cuando estaban solos, se llevaban bien y se tenían confianza. Era como su hermano mayor- “¿Hay algo que te gustaría que hiciera por ti en el camino? ¿Sabes que el barco se está hundiendo?”.
A Jessop la última frase la descolocó. Aún medio embobada por lo sucedido, se arregló el uniforme y siguió los pasos de Stanley hacia su sección. La frase seguía resonando en su cabeza una y otra vez. “¿Hundimiento? ¡Por supuesto que el Titanic no podía hundirse! ¡Qué absurdo! Ella era tan perfecta, tan nueva, pero ahora estaba tan quieta, tan inanimada. Ni un solo sonido después de ese horrible crujido. Mi mente no podía aceptar el hecho de que esta creación super perfecta fuera a hacer algo tan inútil como hundirse”, escribió años más tarde Jessop.
Aunque por dentro estaba hecha un remolino de emociones, por fuera intentaba transmitir calma a los pasajeros. Respondía las preguntas que le hacían en el camino y le ajustaba el chaleco salvavidas a uno que otro chico que se cruzaba. Para su sorpresa, la gente estaba extremadamente en calma. De a poco, el pasillo se fue poblando de personas recién despiertas, todavía a medio vestir, que salían de sus cuartos a investigar qué les había perturbado el sueño.
Ya en cubierta, la tripulación dio la orden de que todos los pasajeros evacúen el Titanic, pero solo por mera precaución. La embarcación todavía seguía a flote. Inmóbil, pero a flote. Violet repartía órdenes por todos lados. “Pónganse ropa abrigada, tomen sus objetos de valor, agarren más frazadas, ajústense los salvavidas”, repetía sin cesar. El viento en el medio del océano era helado, pero las aguas lo serían todavía más.
Los oficiales, con cara preocupada, observaban que la multitud se encontraba demasiado tranquila. No querían dar alarmas innecesarias, pero sí querían que se muevan y colaboren con la evacuación. Un poco a regañadientes, de a poco la gente fue acotando lo que pedían las autoridades. Ya era pasada la medianoche, estaban cansados, solo querían volver a dormir. Las pocas personas que se mostraron preocupadas, enseguida fueron tranquilizadas: había otras embarcaciones cerca de la zona que vendrían a la brevedad en su rescate.
Cuando todo más o menos estaba encaminado, Violet regresó a su habitación y empezó a ordenar sus cosas. Dobló su camisón, puso todo en su lugar. Stanley volvió a aparecerse por su puerta, la miraba desconcertado. Sin poder disimular su desesperación, la zamarreó del brazo.
– “¿¡No te das cuenta de que el barco se hundirá?¡ ¿¡Que hemos chocado contra un iceberg y tienes que ir con el resto arriba lo más rápido posible?!”, le gritó el mayordomo. Sentía que nadie lograba comprender lo que realmente estaba sucediendo.
Stanley abrió el armario de Violet y sacó el abrigo más cálido que encontró para ella. Tampoco había mucho, era primavera y la joven argentina no había previsto llevar ropa de invierno. Cuando subieron nuevamente a cubierta, Jessop se cruzó con Jack, uno de los músicos del Titanic. Él le sonrió, pero a ella le pareció que tenía su rostro desfigurado y muy pálido. «Solo les voy a dar una melodía para animar un poco las cosas», le comentó de pasada.
La gente ya había comenzado a abordar los botes salvavidas. Mujeres y niños primero. Si bien el primer bote salió con su capacidad justa, ya en el segundo la multitud comenzó a agolparse y se empezaron a exceder en peso. Poco a poco el ambiente se volvía un poco más hostil. El Titanic seguía firme.
Se escuchó el ruido de un disparo. Violet miró al cielo y vio cómo se iluminó de colores: la tripulación estaba disparando cohetes de socorro. También vio cómo algunos hombres comenzaban a tirar por la borda sillas y cualquier objeto que se cruzase en su camino. De repente, casi como si se tratase de un retrato irreal, empezó a escuchar la melodía de Jack: estaba tocando Nearer My God to Thee.
A Jessop la sacudieron del brazo. Mason, quien era el encargado de llenar los botes, le sonrió y le avisó que era su turno de abordar. Le deseó buena suerte, la ayudó a subir a su nueva embarcación y, por último, le entregó en brazos a un bebé que se había perdido en un caos que recién comenzaba a aflorar. “Cuidalo”, fue la despedida de Mason.
Cuando el bote salvavidas tocó el agua, los hombres empezaron a remar. Violet intentaba apretar al bebé contra su pecho para darle calor, pero el chaleco se lo impedía. La criatura lloraba desesperada. Temblando por el frío, Jessop miró a su alrededor. Había caras tristes, otras aburridas. Un bombero estaba fumando un cigarrillo.
“Cuando vi al Titanic dar un salto hacia adelante, me sentí paralizada por el frío y la miseria. Uno de los enormes embudos se cayó al mar con un rugido aterrador. Nos llegaron algunos gritos a través del agua, después fue silencio, mientras el barco parecía enderezarse como un animal herido con la espalda rota. Luego cayó por la cabeza con un rugido atronador de explosiones submarinas. Nuestro orgulloso barco, nuestro hermoso Titanic, se fue a su perdición”, rememoró Jessop.
De las 2.223 personas a bordo, solo 706 sobrevivieron. La argentina fue una de ellas: pronto tendría la revancha.
La tercera es la vencida: el Britannic
Increíble pero cierto, después de la tragedia Violet Jessop continuó trabajando en el tercer buque de clase Olympic, el RMS Britannic. La Primera Guerra Mundial acababa de estallar, por lo que el trasatlántico se convirtió en un buque hospital y, la joven camarera, adaptó su profesión al correr de los tiempos y se unió a la tripulación como enfermera al servicio de la Armada Inglesa.
Al amanecer del 21 de noviembre de 1916, cuando la nave cruzaba el canal de Kea en el mar Egeo, la zona de estribor rozó una mina alemana. La embarcación fue sacudida por la explosión y, en esta ocasión, no hubo temperamento que aguante. El Britannic comenzó a hundirse sin dar piedad a las medidas de evacuación ni el tiempo necesario para disponer de todos los botes salvavidas.
Pese a la anarquía y desesperación que reinaba, Jessop logró tocar el agua a bordo de un bote salvavidas. Pero no le duró mucho. Sin entender por qué, de repente todos sus compañeros de embarque se tiraron desesperados al agua y empezaron a nadar hacia la nada misma. Solo quedaban ella y un médico en la barcaza. Violet se dio vuelta y encontró la razón del éxodo masivo: se estaban acercando a las hélices del Britannic, las cuales estaban destrozando todo a su paso.
“En un minuto u otro estaría debajo de esas espadas relucientes e implacables, a menos que… miré el mar igualmente inexorablemente y, por una fracción de segundo, dudé. Siempre le he tenido miedo al agua. Ahogarme fue mi único miedo irracional durante toda mi vida. Nunca pude aprender a nadar por la pérdida de una parte de mi pulmón en aquellos lejanos días en Argentina”, admitió Jessop en sus escritos.
Se encontraba paralizada por el miedo, pero de pronto dejó de sentirlo. Cerró sus ojos, tomó una bocanada de aire y se lanzó del bote hacia el mar Egeo. Las aguas saladas se la comenzaron a llevar hacia las profundidades y cuando quiso salir a la superficie, algo se lo impidió. Lo intentó una, dos, tres veces. Finalmente, en un golpe de suerte, logró salir a superficie y llenar sus pulmones del tan preciado aire.
Miró a su alrededor y era un paisaje desolador. El agua se había teñido de rojo, muchos de sus compañeros habían sido desgarrados por las hélices. “A la distancia, el herido Britannic se abrió camino lentamente. Inclinó un poco la cabeza, luego un poco más y después más todavía. Toda la maquinaria de cubierta cayó al mar. Finalmente, dio un terrible salto. Su popa se elevó cientos de pies en el aire hasta que con un rugido final, desapareció en las profundidades”, escribió Jessop. El transatlántico se había hundido en menos de una hora: tres veces más rápido que su hermano el Titanic.
Violet escuchó a lo lejos una balsa. Los pasajeros la vieron y dieron la alerta de que había una mujer viva en el océano. Ella se dejó flotar, esperando que viniesen en su rescate. Una vez más, “Miss Inhundible” había sobrevivido para contarlo. Pero 30 de los pasajeros de aquella nave no corrieron la misma suerte.
Pese a todas las tragedias, Jessop se negó a abandonar su carrera y siguió recorriendo los océanos durante varios años más. Finalmente, tras 42 años de trabajo, se retiró en los 50 y comenzó a dedicarle su vida a la tierra. Instalada en Inglaterra, crío gallinas, plantó narcisos y comenzó a recordar el pasado para escribir sus memorias y dejárselas a sus sobrinos. Ella nunca tuvo hijos. Contra todo pronóstico, Violet murió a sus 84 años por una insuficiencia cardíaca, el 5 de mayo de 1971.
Fuente: La Mañana de Neuquén
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