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Golpe a golpe, verso a verso: del derrape de Duhalde a la claridad de Dolina   

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Duhalde

Amparado en la impunidad que otorgan sus 78 años, el expresidente Eduardo Duhalde se llevó puestas todas las barreras de la corrección política, atravesó la banquina de la prudencia y terminó derrapando en el pasto del escándalo. En televisión abierta y en horario central, pronosticó un golpe de Estado con la misma tranquilidad que el meteorólogo del noticiero estimaba 15 minutos antes las probabilidades de lluvias y tormentas para el día siguiente.

 

Cinco minutos después ya había dirigentes políticos de todos los colores, vertientes y tendencias haciendo cola frente a radios, canales y páginas web para repudiar los dichos del exmandamás bonaerense. Nadie quiso quedarse pegado a un análisis que podría interpretarse fácilmente como un llamado a darle un empujoncito a un presidente debilitado por un contexto brutalmente adverso.

 

Como si su pronóstico no hubiera sido lo suficientemente perturbador, Duhalde lo decoró con referencias a antecedentes históricos nada alentadores -14 dictaduras en 50 años-  y a un contexto regional en el que avanza a paso redoblado el militarismo y en el que los “golpes blandos” son episodios para nada infrecuentes.

 

Como dejan en claro las reacciones a los comentarios del expresidente, pensar hoy en un golpe de Estado a la usanza más tradicional, es decir con militares corriendo a los tiros a un presidente legítimamente constituido, es una escena imposible en Argentina a esta altura de la historia.

 

Pero también es cierto que los golpistas, que siempre lo hubo y los seguirá habiendo, se modernizaron y ya no necesitan tanques en las calles para cumplir con sus objetivos, aun haciendo esta salvedad sigue sonando extremo el pronóstico del veterano justicialista.

 

Pero en el análisis que hizo Duhalde hay un elemento con el que resulta difícil estar en desacuerdo: el contexto mete miedo.

 

La crisis económica mundial, que nadie alcanza a dimensionar todavía, toma a la Argentina en medio de una profunda crisis propia. La economía hoy se mueve gracias a la inercia de un gasto público cuyo crecimiento exponencial fue tan inevitable, como inciertas serán sus consecuencias.

 

No ayuda mucho la acción irresponsable de amplios sectores de la política siempre dispuestos a apostar todas sus fichas a la confrontación y al desgaste del oponente, con la mente enfocada en la destrucción del rival sin medir daños colaterales.

 

El hartazgo que provocan las medidas de distanciamiento social dispuestas por el Gobierno nacional como estrategia para contener el avance del coronavirus, le agregan al contexto una dosis de malhumor social que termina configurando un escenario verdaderamente complejo.

 

“No me gusta lo que está sucediendo, me duele, me llena de temor”, advirtió el conductor radial, escritor y músico, Alejandro Dolina, en una reciente entrevista en la que analizaba lo ocurrido en la marcha del 17A.

 

Dolina remarcó que a muchos de los que participaron de la marcha parecía incomodarle que les preguntaran por qué estaban ahí o contra qué estaban protestando y afirmó no encontrar otro punto de contacto entre los manifestantes que la disconformidad con el actual Gobierno nacional, no tanto por las medidas que viene adoptando sino por su identidad política.

 

Los sectores más duros de la oposición atizan el fuego con acusaciones desmedidas e interpretaciones antojadizas que encuentran terreno fértil en el auditorio antiperonista. Con casi nada de información pero sin ninguna duda, multitudes aseguran que la reforma judicial tiene como único objetivo garantizar la impunidad y que las medidas de distanciamiento impuestas por el Gobierno no son más que un macabro ejercicio de control social.

 

Muchos de los dirigentes opositores de que salieron a repudiar los dichos de Duhalde no dudan en calificar al Gobierno de Alberto Fernández como una “infectadura”, repiten a los gritos y sin demasiado fundamento que la República está en peligro, que todas las instituciones están siendo avasalladas y que el país se encamina al mismo destino que Venezuela o Cuba.

 

Reparten bidones de nafta y cajas de fósforos pero se escandalizan si alguien anuncia incendios.

 

Los sectores más extremos del oficialismo tampoco hacen mucho para apaciguar las aguas. Sin demasiado interés por aportar gobernabilidad a Fernández, apuestan a la confrontación como estrategia para ganar protagonismo frente a los sectores más moderados a los que acusan de incurrir en el pecado del “dialoguismo”.

 

Desde ambos extremos alimentan la épica belicista y sueñan con un Gobierno que siempre redoble la apuesta, que ceda a la tentación de asumir posturas más radicales que encolericen a los enojados, que fanaticen a los simpatizantes y que ignoren a todos los demás.

 

Ese tal vez sea el desafío político más importante para Alberto Fernández: no repetir el error del kirchnerismo de gobernar mirando solo a la propia tribuna, porque el 60% del país no está en ninguna de las dos trincheras.

 

Será vital que recuerde su compromiso de gobernar junto a los mandatarios provinciales, con quienes comparte la obligación de gestionar. Urgidos por la necesidad de llevar soluciones a sus territorios, los gobernadores están obligados a pensar a la política desde una óptica pragmática, lo que los convierte en los mejores aliados posibles en el contexto actual.

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