Cuando Marcos Rojo metió el derechazo que le dio la victoria agónica a la Selección frente a Nigeria, a minutos del final del partido, eran casi las 2 de la mañana del miércoles, pero no importó: la patria entera estalló en gritos, llantos y abrazos porque seguía intacto el sueño mundialista.
No. No hay errores ni en la fecha ni en la hora del gol heroico.
En Bangladesh, un país asiático apenas más chico que Uruguay pero cinco veces más poblado que la Argentina, se sigue cada partido de la albiceleste con una devoción que no tiene nada que envidiarle a cualquier barrio argentino. Incluso si se juega de madrugada.
Los videos que muestran ese entusiasmo se hicieron virales. Cientos de bangladesíes en caravana -en moto, a pie, a bordo de camionetas- con camisetas de la Selección, banderas argentinas y la cara pintada de celeste y blanco. Multitudes de hombres y mujeres mirando el partido frente a pantallas gigantes gritando “¡Me-ssi, Me-ssi!” como si se tratara de la Plaza San Martín. Hinchas con la voz ronca después de gritar durante todo el partido, intentando explicar a los periodistas locales por qué la Pulga es el mejor jugador del mundo.
¿Cómo empezó semejante locura a 17.000 km de la patria de Lío?
Gracias a otro hombre que los argentinos conocemos mucho, jugando otro partido que los argentinos nos sabemos de memoria. Fue hace 32 años, en otra Copa del Mundo.
El 22 de junio de 1986, en México, Diego Armando Maradona le hacía dos goles imposibles a Inglaterra, inspirado en su talento, la picardía criolla, y un país entero que todavía sentía muy cerca el doloso recuerdo de la Guerra de Malvinas. Maradona tenía entonces solo 25 años, pero Bangladesh era aún menor de edad: recién en 1971 había conseguido su independencia, tras estar bajo dominio del Imperio Británico primero y de Pakistán después.
Para una nación joven y muy pobre, ávida de nuevos héroes, la magia de Diego que, como la de Rojo, también ocurrió en plena noche -era la una de la mañana en Bangladesh cuando pitaba el inicio del partido en el Estadio Azteca- fue una revelación. Un desquite, una revancha posible: un hombre llegado, como ellos, del fin del mundo, había humillado a los que fueron amos y señores de Bangladesh durante casi un siglo, en el deporte que los mismos británicos habían inventado.
Desde entonces, la pasión no dejó de crecer.
“Los bangladesíes siempre hemos amado el fútbol -explicó a LA NACION el periodista deportivo Quazi Zulquarnain desde Daca, la capital del país asiático- . Al no tener un gran equipo nacional para canalizarlo, celebramos a la Argentina”. Y sobre todo, celebran las peripecias del zurdo oriundo de Villa Fiorito: “Sus luchas personales, su victoria sobre los ingleses y su personalidad defectuosa nos atraen porque nos recuerdan a nosotros mismos”, agregó Zulquarnain.
En 1994, cuando Maradona fue expulsado del mundial de Estados Unidos por dopaje, cientos de bangladesíes presos de ira salieron a las calles y quemaron carteles con la foto del entonces presidente de la FIFA, Joao Havelange, para pedir -sin éxito- que el astro argentino fuera reincorporado. Y según el libro “El último Maradona”, de Andrés Burgo y Alejando Wall, hubo un abogado que se animó a demandar a Havelange, exigiéndole 25 dólares de resarcimiento por los “trastornos mentales” que el incidente le había provocado.
Nada cambió con Lionel Messi rompiéndola en la Selección.
En septiembre de 2011, Argentina jugó un amistoso en Daca, casualmente también frente a Nigeria. Una multitud de fanáticos recibió al equipo en el aeropuerto y aunque la Albiceleste ganó 3-1, el viaje dejó cierto gusto amargo porque las entradas costaron 100 dólares, una cifra mucho más alta que el salario promedio mensual bangladesí. Así y todo, el estadio se llenó. “Fue un momento decisivo para nuestro fútbol, porque fue la primera vez que un equipo internacional de tanta influencia venía a jugar al país. Más de 20.000 personas fueron a ver el partido y cientos asediaron el hotel de la Argentina”, recordó Zulquarnain.
La locura por la celeste y blanca siguió durante la Copa del Mundo 2014. Por esos días, Mustafizur Rahman, gobernador del distrito de Jessore, se quejó del número de insignias extranjeras que se veían por las calles, la mayoría de Argentina y Brasil. “No lucen bien las banderas de otros países flameando en nuestras terrazas”, lamentó Rahman.
El martes -ese miércoles bangladesí-, Marcos Rojo sumó otro capítulo a esta increíble historia de pasión asiática. También le dio a la Selección la chance de seguir adelante en su sueño de volverse de Rusia con la Copa abajo del brazo. Si eso llegara a ocurrir, por qué no soñar con una visita del equipo campeón a Bangladesh. A fin de cuenta, también del otro lado del mundo hay miles que cruzan los dedos cada vez que Messi la está por tocar.
Fuente: La Nación
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