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Columna: Preferir la voluntad del Padre a la nuestra es confiar en Dios, aunque nos duela

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confiar en Dios

Jesús es aclamado como quien viene a cumplir los deseos y esperanzas de quienes tenemos puesta la confianza en Dios. Es la expresión de fe de los que pretendemos un mundo mejor, diferente del que nos toca vivir a diario, más justo y fraterno. Para que todos puedan reconocer a Jesucristo como el verdadero Hijo de Dios que entregó su vida por nuestra salvación.

Pero la expresión de fe que proclamamos a viva voz y que recoge nuestros más nobles sentimientos y expectativas es invitada este domingo de Ramos a realizar un proceso pascual. En contraste con el júbilo que genera la entrada de Jesús en Jerusalén y su proclamación como “el Hijo de David, el Rey de Israel”, el relato de la pasión nos muestra la reacción totalmente contraria, cuando Jesús se reconoce ante el Sumo Sacerdote como el “Hijo de Dios”. Ahora es escupido, golpeado, humillado, rechazado y todos gritan a Pilato “¡crucifícalo!”. El misterio pascual es el que nos convierte en verdaderos creyentes cuando, al contemplar al crucificado, llegamos a proclamar como el centurión que custodiaba la cruz: “¡Verdaderamente, este era Hijo de Dios!”. Cuando la cruz no es motivo de escándalo, sino de conversión.

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Pbro. Amaro Carlos René- Diócesis de Puerto Iguazú

El ingreso en Jerusalén supone un momento clave en la vida de Jesús. Tomar esta decisión implicaba optar por llevar a su plenitud el proyecto salvador del Padre para la humanidad, sin medir costos. Suponía generar una profunda crisis en las expectativas de quienes le siguieron desde Galilea y cuantos ahora lo aclamaban. Pero, sobre todo, implicaba asumir las consecuencias del rechazo de las autoridades religiosas y políticas al mensaje evangélico que venía proclamando y a su condición de Hijo de Dios. Era confiarlo todo, la salvación que anunciaba y su propia persona, en las manos del Padre. Una opción de esta naturaleza sólo se puede asumir desde un amor que no conoce límites, como el de Jesús al Padre y a su voluntad salvífica, y a todos nosotros, por quienes donaba su propia vida.

La humanidad de Jesús contrasta con la nuestra. Como afirma Pablo: Jesucristo “haciéndose semejante a los hombres… se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte en cruz”. El Hijo de Dios nos muestra cómo los creyentes debemos vivir la condición humana, haciendo nuestras sus palabras cuando el dolor o el sin sentido nos golpean: “Padre mío, si es posible, que pase lejos de mi este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.

El creyente no sólo contempla la cruz de Jesús, sino que asume la propia con la actitud con que Jesús asumió la suya en el huerto de Getsemaní. Preferir la voluntad del Padre a la nuestra es confiar en Dios, aunque nos duela. Es no retirar el rostro cuando nos ultrajan por el bien o por la fe, porque “sé muy bien que no seré defraudado”. Es aceptar que no hay amor auténtico sin sufrimiento. Para nuestra vida, no es fácil aceptar la voluntad de Dios cuando la realidad no se ajusta a nuestros deseos y nos sentimos frustrados, o cuando supone asumir riesgos que nos pueden complicar la vida, o cuando alguien o algo choca abiertamente contra nuestros intereses religiosos, nos sentimos amenazados.

La fe, como los deseos y expectativas, nuestra propia persona, han de pasar por un proceso de cruz aceptando la voluntad de Dios y así resucitar a algo nuevo. De un modo u otro, hemos de encarnar el proceso pascual de Jesús en nuestra vida. Cargar la cruz y asumirla como voluntad de Dios implica no evitar las decisiones difíciles que hemos de tomar para renovar la fe.

 (*) Párroco Espíritu Santo

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