A un mes de la ceremonia de la banda y el bastón se mantiene la incertidumbre en torno al rumbo que tomará el próximo gobierno. Lo que desconcierta a muchos no es la falta sino el exceso de señales. Como en la campaña, Alberto repite que gobernará junto a los mandatarios provinciales, pero la convocatoria pierde el brillo de la exclusividad cuando en un giro al pejotismo ortodoxo reúne a todos los sindicalistas –negociadores, gordos, combativos y complacientes- y les dice que también gobernará junto a ellos. A la lista de invitados hay que sumar al kirchnerismo, al que el propio presidente electo le reconoce la propiedad de los votos que lo llevaron a su condición de tal, al zigzagueante Sergio Massa con su propia troupe, a las demás vertientes del PJ y al grupo con el que Fernández pretenderá construir un albertismo en medio de tanta concurrencia.
Con prácticamente el mismo poder simbólico de un presidente, pero sin la necesidad de tomar decisiones de gobierno (lo que casi siempre implica dirimir conflictos de intereses) Alberto está en una posición inmejorable para llevar a la práctica su slogan de campaña: “Es con todos”. En 30 días se terminará el tiempo de la transición, solo entonces se verá junto a quiénes realmente gobernará Alberto y hasta dónde llegarán sus promesas de federalismo frente a las pretensiones evidentes del kirchnerismo de consolidar la figura de Axel Kicillof en Buenos Aires.
Para su desgracia, el próximo presidente asumirá en una severa crisis que le otorga poco margen para atender la interminable lista de urgencias y reclamos que deja el –en palabras del expresidente del BCRA Federico Sturzenegger- “sorprendente fracaso económico de Macri”. Sin panes ni peces para repartir, Alberto deberá actuar con maestría política si pretende que sus fieles no pierdan la fe rápidamente.
Otra dificultad que deberá enfrentar, al menos durante sus dos primeros años de mandato, es la ausencia de mayorías legislativas propias. La ola amarilla de 2017, la consolidación de varias fuerzas provinciales y la remontada final del macrismo en octubre dejaron un Congreso dividido en el que todo deberá ser negociado.
Que no haya mayorías automáticas es una buena noticia para el oficialismo misionero que sostuvo su bloque legislativo propio y con la estrategia de la boleta corta se mantuvo al margen de los armados nacionales. Desde la renovación argumentan que la decisión política de defender una identidad propia rendirá frutos en un Congreso dividido. “Los que compartieron boleta con La Cámpora o con Macri deberán atender mandatos superiores, pero nuestros legisladores tendrán libertad absoluta para defender los intereses de los misioneros”, afirman.
Desde el Gobierno provincial anticipan que si Alberto cumple con sus promesas de construir un país verdaderamente federal, tendrá en Misiones a un aliado de fierro, pero si el nuevo presidente prioriza las demandas del país central la historia será bien diferente.
Cruje el Mercosur
La política exterior de Alberto tampoco se revela en detalle. Está claro que Argentina pasará del alineamiento diplomático directo con Estados Unidos que acata el Grupo de Lima a un eje autodefinido como progresista reunido en el Grupo de Puebla. Pese a este movimiento, Fernández se mostró especialmente cauteloso a la hora de cuestionar públicamente a Estados Unidos.
Fuera de la intimidad de los mitines partidarios, no se escucha en boca de Alberto ni de ningún dirigente de peso del Frente de Todos nada parecido a la perorata antiimperialista con la que Cristina decoraba sus discursos. Por el contrario, al mismo tiempo que el presidente electo recibía a los principales referentes del Grupo de Puebla en Buenos Aires y celebraba la liberación de Lula, uno de sus principales referentes en el área de la economía, Guillermo Nielsen, compartía un seminario en la Herbert Business School con el director del Departamento del Hemisferio Occidental del Fondo Monetario Internacional (FMI), Alejandro Werner, uno de los que estará del otro lado de la mesa cuando Argentina deba negociar la restructuración de su deuda.
El otro gran tema que deberá resolver el nuevo presidente es la relación con Brasil, el principal socio comercial de Argentina. Al menos desde la recuperación de la democracia, ambos países mantienen una relación amistosa que amenaza con romperse por cuestiones que van más allá del enfrentamiento personal entre ambos presidentes.
Jair Bolsonaro consideró como una intromisión y una afrenta personal que Alberto se reuniera con Lula en la cárcel en julio pasado y cuestionara abiertamente el proceso judicial que había puesto en ese lugar al fundador del PT. El mandatario brasileño comenzó entonces una escalada de ataques verbales contra el entonces candidato argentino y no tuvo la prudencia de detenerse aun cuando se estaba dirigiendo a un presidente electo.
Alberto contestó los ataques y no retiró su apoyo a Lula. Incluso invitó al expresidente a presenciar su asunción el 10 de diciembre, acto al que Bolsonaro ya había anticipado su ausencia. De concretarse, la visita de Lula generaría un nuevo impacto en la relación entre ambos presidentes.
Pero lo más preocupante no pasa por los dimes y diretes entre los mandatarios sino por un cambio en la política exterior de Brasil que dejó de apostar al Mercosur, apunta a una mayor apertura comercial con el resto del mundo y pugna por la atención de Estados Unidos.
Detrás de este cambio está el todopoderoso ministro de economía Paulo Guedes que impulsa reformas de corte liberal en su país y pretende un Brasil con un mayor grado de integración al mundo. En esa línea, el país vecino pretende reducir los aranceles que pagan los productos extra Mercosur, lo cual sería una mala noticia para Argentina porque les quitaría a los exportadores nacionales la posibilidad de ingresar con ventajas al mercado vecino.
La reducción de aranceles comunes también desalentaría el desembarco de inversiones brasileñas en el país. En los últimos años muchas empresas del país vecino se radicaron en Argentina con el objetivo de abastecer a los dos mercados (la fábrica de zapatillas Dass de Eldorado es un ejemplo) aprovechando la protección arancelaria que rige para importaciones extrazona.
Pero el plan de Guedes enfrenta una resistencia interna fuerte encabezada por industriales que no están dispuestos a perder las ventajas que les ofrece el Mercosur para colocar sus productos en Argentina.
Habrá que esperar hasta diciembre y probablemente hasta bien entrado 2020 para saber cuál será la tónica de la relación institucional entre ambos países. Se podría estar ante una situación para nada inédita en la que dos presidentes se afirman en posiciones extremas para después negociar un punto medio o ante el inicio de un nuevo capítulo de rivalidad con Brasil.
Latinoamérica en llamas
La asunción de Alberto coincide además con un período de convulsión en la región que no se veía hace décadas. Muy atrás quedaron los 80, cuando la caída de los totalitarismos abría un período de esperanza y Alfonsín aseguraba con convicción arrolladora que “con la democracia se come, se cura y se educa”.
En el medio hubo gobiernos que acataron estrictamente los mandatos de Estados Unidos, otros que levantaron las banderas del antiimperialismo o que intentaron construir una tercera posición en un mundo partido en dos. Habiendo probado con todas las recetas, lo único que quedó en claro es que la democracia por sí misma ni cura, ni alimenta, ni educa.
El desencanto de vastos sectores de la población con sus gobiernos toma distintas formas. En Argentina se manifestó a través del voto, en Chile ganó las calles y escaló en violencia a pesar del toque de queda y de la sangrienta represión militar, cuadro que se repite con mayor o menor intensidad en Venezuela, Ecuador y Bolivia.
En Chile la violencia tanto de las manifestaciones como de la represión recrudeció en los últimos días. La renuncia del presidente Piñera sigue siendo el principal reclamo de un pueblo que se cansó de un Estado ausente en materia educación, salud y seguridad previsional y de la mercantilización de los servicios básicos.
En Bolivia también aumentan las protestas, en este caso a causa de un escrutinio electoral que dejó dudas en la oposición. La legitimidad de la elección que llevó a Evo Morales a ser electo por cuarto período consecutivo estaba en discusión mucho antes del día de la votación. La Constitución del país trasandino prohibía un nuevo mandato del aymara, pero un tribunal constitucional optó por suspender esa limitación con el argumento según el cual postularse a la presidencia era un “derecho humano” que no se le podía negar a ningún boliviano. Lo hizo pese a que en 2016 la población había votado en contra de la posibilidad de que Morales se presentara nuevamente a elecciones en un plebiscito convocado a tal fin.
Luego de un accidentado escrutinio, Evo Morales se declaró ganador en primera vuelta, pero sus opositores denunciaron fraude y exigieron ir a segunda vuelta. Las protestas crecieron, en los últimos días se multiplicaron motines policiales y los manifestantes ya no piden segunda vuelta sino la renuncia del presidente.
Morales denunció entonces un intento de golpe de estado y llamó a un diálogo con presencia de veedores internacionales, propuesta que hasta ahora no ganó adherentes en la oposición.
El último empujón
El viernes el Gobernador Hugo Passalacqua convocó a una reunión de gabinete ampliado. Agradeció a todos por el esfuerzo puesto en la gestión, les exigió que mantengan la misma intensidad de trabajo hasta el último día de mandato.
“Permanecer cerca de la gente” fue el mensaje más reiterado por el mandatario misionero que reiteró a sus funcionarios la necesidad de “atender permanentemente la cuestión social, en especial a los sectores más vulnerables de la sociedad” y gestionar siempre con un criterio de austeridad.
Pidió redoblar esfuerzos en estos “31 arduos días de trabajo que quedan” hasta la asunción de las nuevas autoridades y les recordó que “tal como ya fue dicho con anterioridad, todos deberán presentar sus renuncias a fin de que el nuevo Gobernador pueda organizar a sus colaboradores con total libertad”.
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